Queridos Hermanos Cofrades de la Diócesis de Málaga:
La cuaresma siempre es una invitación a mirar nuestra vida desde Dios, vernos como Él nos ve de forma que podamos decir con el salmista: “¡qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! los humanos se acogen a la sombra de tus alas; se nutren de lo sabroso de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias, porque en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz” (Sal 35).
Para la persona que a lo largo de su vida se ha encontrado con Dios, seguro que tiene experiencia de su misericordia; ella constituye el centro de la dignidad muchas veces perdida. La invitación a volver constantemente a Dios y poner nuestros ojos y vida en El, tiene su fundamento en el perdón siempre nuevo del amor misericordioso de Dios, que no se cansa de perdonarnos. La conversión y la misericordia se convierten de esta manera en el modo de vida de los cristianos. Contemplando en estos días la imagen de Cristo en su pasión y la de nuestra Madre, hagamos nuestra la invitación de la Diócesis de Málaga en sus prioridades pastorales revitalizando las parroquias, nuestras Hermandades y Cofradías como escuelas de santidad, trabajando juntos en una pastoral de conjunto en una iglesia en misión y promoviendo especialmente la presencia evangelizadora del laicado en la vida pública.
Lo recordamos una vez más, en este tiempo de Nueva Evangelización, el núcleo esencial de la pastoral reside en anunciar con vigor y alegría interior a Cristo y formar comunidades misericordiosas y misioneras. “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1). “Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro (MV 2). Misericordia es un experimentar que ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona, ¿Quién nos separará del amor de Dios? (Rom 8, 35-39).
Recientemente la voz del Papa resonaba con fuerza al gritar en medio de nuestro convulso mundo: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluído de la alegría reportada por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría” (EG 3). Queridos hermanos cofrades, me atrevo a deciros: ¡no tengáis duda de acercaros a Cristo! ¡Dejen, que Él toque con su mano misericordiosa vuestros corazones, no tengan miedo! Él no defrauda jamás, nunca, en Él nuestra esperanza, vida y salvación.
Hablar de redención, de reconciliación, es para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, una invitación urgente, a volver a encontrar las mismas palabras con las que Jesús de Nazaret quiso inaugurar su predicación ante un pueblo expectante ante el futuro y sediento de liberación: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15) esto es, acoged la Buena Nueva del amor, acoger en la vida, en el mundo, en la historia a Cristo Redentor del hombre. Sí, Jesucristo es el centro del cosmos y de la historia (RH 1). Para experimentar la reconciliación necesitamos un verdadero espíritu de conversión de búsqueda de la verdad, de búsqueda y deseos de contemplar el rostro de Cristo y vivir en él, abrir nuestra vida al don de la misericordia. De Cristo, de su divino corazón dimana la misericordia, como canta el himno: “tu amor nos edifica y nos arraiga, tu cruz nos consolida y fortalece. Tu carne nos redime y nos abraza, tu sangre nos renueva y nos embriaga… tus manos acarician nuestras llagas, tus ojos purifican la mirada. Tus labios comunican mil perdones, tus pies nos encaminan a la vida… Tu aliento es el Soplo de lo Alto, tu risa es el signo de la gracia. Tus llagas son amores encendidos, tus penas son el precio de mi alma” (Himno JMJ, Madrid 2011).
Desde la experiencia de la misericordia a nivel personal y como cofradía, podremos realizar también la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. La Iglesia de todos los tiempos está llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad (MV 15).
Recemos con humildad de corazón la oración de Santa Faustina Kowalska Apóstol de la Misericordia: “Ayúdame, oh, Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarle.
Ayúdame, oh, Señor, a que mis oídos sean misericordiosos, para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus sufrimientos y quejas.
Ayúdame, oh, Señor, a que mi lengua sea misericordiosa, para que jamás hable negativamente de mi prójimo, sino que siempre tenga una palabra de consuelo y perdón para todos.
Ayúdame, oh, Señor, a que mis pies sean misericordiosos, para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, venciendo mi propia fatiga y cansancio. El reposo verdadero está en el servicio al prójimo.
Ayúdame, oh, Señor, a que mi corazón sea misericordioso, para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo. A nadie le rehusaré mi corazón. Seré sincero incluso con aquéllos que abusaran de mi bondad. Y yo mismo me encerraré en el misericordioso Corazón de Jesús. Soportaré mis propios sufrimientos en silencio. Que tu misericordia, oh, Señor, repose en mi”.
Os deseo a todos una buena salida procesional y que vuestras casas de hermandades y cofradías resplandezcan siempre en la alegría de la misericordia y que la luz de Cristo resucitado las inunde por completo de alegría.
Manuel Ángel Santiago Gutiérrez
Delegado Episcopal de Hermandades y Cofradías